Puerto, ese oleaje que me rehizo
ERA EL VERANO DE 2024 CUANDO ESCUCHABA EL NOMBRE de Puerto Escondido. Fue en una canción “Post Química” de Caloncho que decía así “desde Baja hasta Puerto Escondido…” y, esas palabras resonaban como un llamado. Yo venía de dejarlo todo atrás en San Luis Potosí: el futuro que ya me había contado hasta la vejez, el casamiento, la casa, la maestría... El castillo de nubes se me había deshecho entre las manos. Entonces, desobedecí. Aposté por un amor gitano, argentino, descalzo y desordenado que me dijo: “vamos a Puerto, ahí pasan cosas mágicas”.
Llegamos con Luna, nuestra perrita, nuestras mochilas y un océano de dudas. La primera morada fue un hostal oscuro y caótico en Rinconada. Ahí me enfermé de dengue y, entre fiebre y mosquitos, comprendí que la vida de viajera no tenía nada de postal de Instagram. Pero fue en mi tercer día en Puerto, en La Bruja Olvidada, donde por azares del destino terminé compartiendo mesa con Bárbara Schaffer, poeta y editora de esta revista, quien me invitó a leer su poesía en público y colaborar en un artículo (Ver Viva Puerto #41). Esa misma tarde conocí también a Estela Corzo, surfista y yoguini, quien sin proponérselo me ofreció trabajo en Puerto y casi por accidente, la oportunidad de dar mi primera clase de yoga. Puerto, pensé entonces, era un lugar donde lo improbable se volvía rutina.
Los hostales fueron mis primeras casas: cuartos compartidos con más viajeros, paredes que olían a pintura fresca y un conocer a personas de todo el mundo que nunca terminaba. Entre risas extranjeras mejoré mi inglés. Me despedí y re encontré con el gitano tantas veces de maneras tan extrañas, que perdí la cuenta. Ahora él está en su país, pero esa es otra historia.
En una de esas extrañas despedidas y con el corazón marchito, deje Puerto y me fui con mi perrita a Oaxaca, a la ciudad, a los valles, a las sierras. Por azares improbables terminé actuando como extra en un comercial de cerveza y luego, sin proponérmelo, la cara del cambio de placas de todo un estado.
De pronto estaba por todos lados en espectaculares, como si la vida jugara a disfrazarme de todas las versiones de mi. Cómo aquella niña que imaginaba que algún día sería una actriz famosa. Me reí de mí misma: ¿cómo había llegado hasta ahí? Finalmente viví en el valle de Etla, muy cerca del legado del artista Francisco Toledo, rodeada de arte, calendas y colinas que parecían cuidarme.
Y un día, aún más lejos: Nueva York. Me recibieron las paredes amarillas de un ashram de yoga, el silencio de la meditación, los mantras como bálsamo, el rigor de la práctica. Allí descubrí que del caos podía nacer calma. Pero Puerto volvió a llamarme. Gané una beca para certificarme como profesora de yoga en Vida Yoga, la primera escuela de yoga en Puerto y tuve que elegir: el norte del continente o el sur de México. Elegí volver a la orilla donde había empezado todo.
Hoy escribo desde un pequeño departamento frente al mar. Ya no vivo en hostales ni viajo detrás de un amor hippie. No me acompaña Luna ni la idea de la familia que alguna vez imaginé. Vivo sola, con una moto que me lleva entre calles de arena, dando oficialmente mis primeras clases de yoga.
A veces intercambio mi conocimiento en redes sociales por clases de canto, teatro o alguna formación holística. A veces la temporada baja aprieta y parece que no alcanza. Pero Puerto me enseñó que tras la calma siempre llega una ola más grande.
Aquí sigo aprendiendo a vivir, como quien escucha el rumor del mar y, aun sabiendo que habrá otra ola, que quizás la revuelque, se atreve siempre a empezar de nuevo.
Agosto 2025
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