Puerto Escondido: 1982

por Tom Flusty

Karen y Tom Flusty en su apartamento en el Hotel Arco Iris<br />Foto: Barbara Joan Schaffer
Karen y Tom Flusty en su apartamento en el Hotel Arco Iris
Foto: Barbara Joan Schaffer

Llegué por primera vez a Puerto en 1982 y fue una revelación. Recuerdo el adoquín como un camino de terracería salido de una western de Hollywood salpicado de rocas que iban en tamaño desde guijarros hasta piedras tan grandes que rompen el eje de un carro. Durante el día era somnolienta, pero ruidosa y exuberante cuando llegaba la medianoche. Nos encontramos en el Rincón del Pacífico con vista hacia la bahía y lo que parecía ser una banda completa sonando a todo volumen en nuestra habitación desde la disco al otro lado de la calle. Por pura auto preservación nos sumábamos a la fiesta ya que dormir quedaba totalmente descartado.

Había un excelente restaurante a poca distancia calle arriba que servía la mejor pasta con camarones en el mundo, sin lugar a duda. Era propiedad de un sofisticada y hermosa pareja originaria del DF que constantemente discutía. Sentado en el restaurante observé cómo el esposo entró de la calle montado en su caballo y usaba las mesas de la misma manera en que los jinetes usan los barriles en las carreras de rodeo. Por suerte el caballo estaba sobrio porque el jinete había bebido más que su ración de mezcal por el día.

Recuerdo haber pasado el rato en una de las tres ó cuatro palapas con mucha onda que había en Puerto Angelito. No había edificios permanentes aún pero el pescado era delicioso, muy buen esnorquel a lo largo de las rocas, y siempre algún juego de dominó para romper la rutina de leer, dormitar, sorber cerveza y nadar.

Junto a nosotros, en el Hotel Las Palmas, había una hora de cocteles durante la puesta de sol que atraía a los extranjeros que son como aves migratorias huyendo hacia el calor durante los meses de invierno, así como a los permanentemente instalados aquí y gente local que visita el lugar en busca de la cerveza, mezcal, y bebidas mezcladas que eran servidas por un precio razonable, la amigable conversación bilingüe y la personalidad deslumbrante del barman. Se contaban historias, muchas de ellas exageradas, sobre los verdaderos buenos tiempos. Mirábamos hacia el sureste, a las rocas frente al Hotel Santa Fe pero no había ningún Santa Fe, por supuesto, y especulábamos sobre la posibilidad de que el desarrollo fuera en esa dirección. Daba pie a una viva discusión con opiniones que iban desde “no es posible” hasta “seguro que sí”. El Morro, la calle paralela a Zicatela era un sendero de terracería con muy pocos negocios. Era tierra de surfers.

Varios meses después regresamos y nos establecimos en el Hotel Las Palmas, junto al Rincón del Pacífico. Una mañana nos despertaron unas voces seguidas por el tronar de un pequeño petardo, y luego el sonido de un globo de agua que golpeaba el suelo tras una caída de unos 7 metros. Asomándonos por la ventana vimos el restaurante rodeado de palmeras con palomas viviendo en ellas que a veces dejaban caer sus heces sobre los clientes o peor aún en su comida. De ahí que se oyera la voz del dueño, “allí hay una”. A continuación, el disparo de un arma de municiones, y luego el sonido cuando la paloma muerta cae al suelo. Misterio resuelto.

En playa Marinero recuerdo haber sido entretenido por una familia de cerdos que vivía alrededor y debajo de una estructura muy cercana a donde existe la cubierta de Liza’s. Como todas las familias con hijos, los lechones constantemente estaban ocupados en batallas de mentira, felices como cochinos en el lodo. No muy lejos de allí sobre la playa, frente a las antiguas Villas Marinero, se dibujaba el contorno de un barco y a veces uno era invitado a subirse a este barco imaginario y ayudar a la tripulación a impulsarlo con un remo imaginario en un océano imaginario.

El aeropuerto ya había sido movido de lo que ahora es el paseo en Rinconada a su sitio actual. Era una estructura muy informal de palapa, cómoda y adecuada para los pocos pasajeros que subían y bajaban de los DC3 de la era de la Segunda Guerra Mundial que llegaban volando desde Oaxaca.

Aun así, lo que más recuerdo sobre mi primera llegada a Puerto, mi epifanía si así quieren decirle, fue la revelación de que me habían mandado a un tiempo y lugar y cultura en la que disfrutar del momento es el principal mandamiento.

Tom Flusty es un poeta que divide su tiempo entre Puerto Escondido y la Sierra de San Juan en California.

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